Imbert de Saint-Amand, en el tomo segundo
de su biografía de Napoleón IIIº, se preguntaba por qué, hasta ese
momento, ningún gran pintor había pintado la escena de la visita de la
reina Victoria a la tumba de Napoleón Bonaparte, que ocurrió el viernes 24 de
agosto de 1855. La pregunta de este cronista y avezado funcionario diplomático
francés, tiene una doble justificación. De por si, la escena misma de la
soberana inglesa entrando a los Inválidos en compañía del emperador
francés, bien merece un cuadro. Según confesó la reina, aquella visita era el
acto más importante de su viaje a París. Pero, además, ciertas circunstancias
meteorológicas que acompañaron el ingreso de los visitantes, le añaden al
momento un plus de dramatismo simbólico y de lectura esotérica,
altamente pictóricos. Veamos los detalles de aquella visita.
La joven reina Victoria había llegado a
París en el marco de la reconciliación política entre Francia y Gran Bretaña,
facilitada por su alianza frente a Rusia en la guerra que se estaba librando en
Crimea. Todavía no caía el bastión de Sebastopol y estos gestos de amistad eran
propicios para mantener el espíritu de alianza en la opinión pública.
Especialmente ante cierto sector de la opinión francesa, que todavía no borraba
de su memoria, ni las secuelas derrotistas de Waterloo, ni el sueño imperial
napoleónico.
Ese viernes, los soberanos pasan revista
a las tropas en el Campo de Marte. La reina Victoria, junto a sus hijos (la
princesa Victoria y el príncipe de Gales), va en coche. Los acompaña la
emperatriz Eugenia de Montijo, deslumbrante y encantadora, como es habitual. El
emperador Napoleón IIIº y el príncipe Alberto van a su lado, a caballo. Salen
de las Tullerías a las cuatro y media, atraviesan la Plaza de la Concordia, el
muelle y el puente de Jena, y, por fin, llegan al Campo de Marte, donde los
espera una formación de 40.000 soldados.
Concluida la revista (que los soberanos
han presenciado desde el balcón de la Escuela Militar) la comitiva emprende la
marcha hacia los Inválidos. Curiosamente, el gobernador, no había sido
avisado hasta último momento. Aún así, los veteranos están en sus armas. Se han
encendido hachas que señalan el camino a la ilustre visitante. Ella avanza
ceremoniosamente hacia la tumba del gran Napoleón, que en otro tiempo fuera el
adversario formidable de su reino. Y en ese instante, estalla una violenta
tempestad, que deja oír, dentro del recinto sepulcral, el eco de los truenos,
mezclados con los sonidos del órgano…
Aquel momento debió haber causado
bastante impresión en los presentes. Y en la reina misma, que luego escribió
esta nota personal: "Yo, la nieta del rey que odió tanto a Napoleón y
le hizo tan encarnizada guerra, estoy aquí ante la tumba del emperador, junto a
su sobrino, que es ahora mi más íntimo y querido aliado. El órgano de la
iglesia toca el God save the Queen… Las hachas están encendidas y al
mismo tiempo estalla una tempestad. ¡Extraño y maravilloso espectáculo! Parece
que este tributo de respeto a un enemigo muerto hace desaparecer toda la
enemistad, todas las rivalidades y que el sello celeste se halla estampado
sobre la alianza felinamente establecida entre dos grandes y poderosas
naciones…".
La visita concluyó a las siete y media de
la tarde, y sus majestades se dirigieron a las Tullerías, donde se sirvió una
comida, para luego asistir a una función de la Ópera Cómica…Vale decir, un
cierre protocolar bastante burgués, para un tributo funerario al mayor héroe de
los franceses, tan marcado, al parecer, por señales meteorológicas… Pero de eso
se trataba el Tercer Imperio, al fin y al cabo. De una epopeya burguesa, que
bien podía, en 1855, darse el lujo de sobrellevar una guerra horrenda en
Crimea, es decir, lo más lejos posible de las pompas parisinas.
Cuando pienso en la observación de
Saint-Amand respecto de la ausencia de un gran cuadro que represente aquella
escena de tintes tenebrosos (y supongo que hasta ahora nadie lo ejecutó), me
imagino otro cuadro que sí existe y que pintó Pradilla: Doña Juana la Loca
ante el catafalco de su difunto y regio marido. Hay en esa pintura un momentum
principalmente funerario-contemplativo y un fondo tempestuoso, dos
circunstancias iconográficas mandatorias que se verifican, también, en la
escena de Victoria ante el sarcófago de Napoleón.